Por Jorge Valdano en el portal defutbolsomos

SAN MAERÍN MONTADO EN UNA PELOTA

Empiezo este artículo inspirado por un episodio menor. Estoy en Positano, un pueblo maravilloso colgado de un monte de la Costa Amalfitana, a algo más de 50 kilómetros de Nápoles. En el restaurante del hotel reina un ambiente más propio del siglo XX que del XXI. A la hora de la cena, un violinista pasa entre las mesas tocando suaves melodías. El intérprete es un hombre que roza los 50 años, de fría inexpresividad y rostro duro, como tallado en piedra. Parece habitar no sólo en otro tiempo, sino también en otro mundo. Cuando pasa por mi lado, totalmente absorbido por su música, hace algo que lo convierte en humano; se agacha y me dice las dos únicas palabras que se le han oído a lo largo de la semana que llevo en el hotel: “Grande Diego”. Para qué decir el apellido si todos sabemos que, en Nápoles y alrededores, sólo hay un Diego. Podría haber ocurrido en Buenos Aires.

Digo que se trata de un episodio menor porque tuve ocasión de escapar, con el Ferrari de Maradona, de multitudes que lo perseguían con Vespas por Nápoles, o de ver a gente que se ponía a llorar sólo por la emoción de conocerlo en persona, o de altares consagrados a su figura en casas de personas en apariencia normales. Miviolinista es el último ejemplo de que una figura con semejante fuerza emocional entra por cualquier resquicio mental, incluso el más impenetrable.

En cuanto a la Argentina, el nivel de impunidad de Maradona lo coloca ampliamente por encima del bien y el mal. Su figura no admite competencia a lo largo y ancho del país. En Bariloche, al sur del país, acabo de ver una bandera con cuatro fotos. Una delantera indiscutible: Evita, Perón, el Che Guevara, Carlos Gardel y Maradona. El único al que hay que compadecer es al que está vivo, porque muerto es mucho más fácil ser idolatrado. ¿Pero qué colocó a Maradona en ese lugar? Antes que nada, se trata de un jugador que encarnó el sueño platónico de cualquier argentino: hacer lo que a uno se le antoje con la pelota. Ahí empezó su reino porque, para un argentino, saber jugar a la pelota es mucho más importante que saber jugar al fútbol. El virtuosismo te consagraba en el barrio, lo cual era mucho más importante que consagrarse en el estadio.

Hay un cuento fantástico del Negro Fontanarrosa que voy a destrozar, acudiendo a mi memoria, para ilustrar mi memoria. Un niño está sentado junto a su pelota en el banco de una plaza. De pronto se va y la deja abandonada, en un acto que pone en duda la salud mental de un chico argentino. Pero cuando llega a la esquina, el pibe gira la cabeza, silba y la pelota se baja del banco y va a su encuentro para seguirlo dócil como un perro. Cuando leí el relato, al llegar a ese pasaje me sobresalté, porque esa es la aspiración última de un argentino: que la pelota nos obedezca hasta ese punto. Como hacía con Maradona. La relación de Diego con la pelota era carnal, sensual, plástica. Cuando la dominaba, se notaba a la legua que ambos estaban enamorados. De hecho, todos los balones del mundo se parecen un poco a Maradona, en lo que sin duda es un homenaje que la pelota dedica al artista que mejor la trató.

Luego, su carisma futbolístico y su accidentada vida privada lo convirtieron en centro mediático del planeta entero. Bendito y maldito, blanco y negro, lo cierto es que Maradona cubría (y aún cubre) el amplio espectro que va del bien al mal, y ese es un festín periodístico difícil de igualar porque está hecho a la medida de estos tiempos excesivos. Finalmente, Diego hizo un viaje extraordinario desde su pobreza de origen hasta su condición de líder popular, en el que se vieron proyectados millones de personas que por obra y gracia de su ídolo veían posible (para ellos mismos o para sus hijos) lo que parece imposible. Por decirlo con palabras de Mario Vargas Llosa dedicadas al mismo Maradona: “Una deidad viviente que los hombres crean para adorarse en ella”.

Da igual la Argentina que Nápoles, Maradona ha estado con puntualidad napoleónica donde debía estar: el sitio en el que existía la demanda urgente de un Salvador. Sólo si se dan condiciones muy especiales puede uno pasar de crack del fútbol a rey popular. En México, en 1986, Diego dio ese salto para todos los argentinos. Si después del Mundial hubiera vuelto al país montado en un caballo blanco, lo habrían confundido con el general San Martín. Esa era su estructura para millones de personas, aunque muchos pensarán que exagero. Les ganó a los ingleses en cuartos de final un partido que, para el imaginario colectivo, era la revancha de la guerra de Las Malvinas.

Aquel día, Maradona saldó cuentas muy pendientes para un país que quiere encontrarse a sí mismo. En aquella ocasión, en las horas previas al partido, se me ocurrió decir que confundir el fútbol con la guerra era propio de imbéciles. El tiempo demostró que el imbécil era yo, porque en aquel encuentro se agigantó su importancia hasta convertirse en una leyenda inigualable. Para eso hicieron falta dos goles (el maldito y el bendito) que le agregaron divinidad a la ocasión. Luego, Diego siguió comandando una victoria en el Mundial sin fisuras (ganando todos los partidos sin incómodos descuentos o angustiosos penales) y se convirtió, por esos días, en la personas más famosa del mundo.

Algo así como el hombre que le advertía al mundo que la Argentina seguía existiendo y sus sueños de grandeza permanecían intactos. En el imaginario colectivo, el triunfo frente a Inglaterra en cuartos pesa más que la final ganada a Alemania. Cosas de la memoria emocional.

Lo de Nápoles fue más simple, pero igual de oportuno. Una ciudad desplazada, cuando no despreciada por el próspero norte, un fútbol siempre secundario salvo por el fervor de su gente, una demanda social gigantesca que depositó toda su ilusión sobre los hombres de un jugador de fútbol. Un solo jugador, un solo hombre, un solo hombro. Y el ídolo tuvo la fuerza de levantar Nápoles hasta lo más alto con una personalidad extrovertida y estridente que no difería mucho de la de cualquier napolitano, pero con una fuerza hercúlea y un talento fuera de la normal para ganar todos los retos que la gente soñaba. Era uno más y, al tiempo, único. El gran representante que, armado con una pelota, vengaba a un país de la humillación de una guerra perdida o reivindicaba a una ciudad de todos los atropellos sufridos, no podía ser más que un Mesías.