Le pasa seguido últimamente: River encuentra en el banco las soluciones a los problemas que él mismo se crea. ¿Virtud del entrenador por saber tocar las teclas correctas o demérito suyo por no salir a jugar de entrada con esos que parecen tener las respuestas? ¿Qué nació primero?… El 2-1 ante Emelec, decisivo para acomodarse primero en el Grupo D de la Copa Libertadores, nació del talento de Juan Fernando Quintero, lúcido para quebrar la cintura y darle la asistencia a Lucas Pratto, que hizo latir fuerte al Monumental. El colombiano fue la llave, como contra Central: igual que él, también desde el banco habían saltado a resolver partidos complejos en este tiempo Scocco -ante Belgrano- y Palacios y Borré -contra Racing-. Pie para una primera conclusión: este River, que suele navegar entre la inestabilidad y algunos raptos de iluminación, tiene fondo de armario, una condición necesaria para disputar títulos. Aunque para abrir ese capítulo falte bastante -un Mundial en el medio, por ejemplo-, el dato vale. Como los aplausos que despidieron a un equipo al que Gallardo se empeña en hacer copero: no pelea por el campeonato doméstico casi nunca, pero fronteras afuera es siempre competitivo.
River jugó todo el primer tiempo con la convicción de que en algún momento, y porque sí, iba a ganar el partido. Como si se tratara de una cuestión del peso del apellido más que del volumen del juego. Como si, también, el humor alegre del público por la derrota de Boca del miércoles fuese a generar un triunfo por decantación. Como si homenajear a Gallardo por sus 200 partidos como entrenador del equipo -preludio de una ovación- llevara en su interior la certeza de los goles por venir. Entonces confundió paciencia con languidez, pasesito con asistencia, calma con pereza. Emelec, cómodo en ese escenario, no necesitó arroparse cerca de su arquero Dreer para aguantar porque del otro lado las balas eran de cebita. Más: sin hacer pestañear nunca a Armani en ese tramo, al menos el equipo ecuatoriano intentó instalar la discusión del partido en la mitad de la cancha.
Es difícil encontrar fluidez cuando los más dotados no se encienden nunca. El caso más patente es el de Enzo Pérez. Su calidad no admite dudas; su momento, sí. Impreciso, le cuesta hilvanar tres o cuatro pases seguidos bien dados, esos que se van encadenando uno con otro y hacen crecer la confianza. Aunque el Mundial esté a la vuelta de la esquina y su nombre sea parte del mobiliario que Sampaoli planea trasladar a Rusia, el mendocino no logra corresponder esa confianza. En el segundo tiempo tuvo una levantada que recordó a todos que puede volver a ser. ¿Cómo logra River aceitar un circuito creativo si sus intérpretes no se conectan? Ese bajón de Pérez es primo hermano del de Nacho Fernández, que tampoco aparece en la dimensión que supo tener. Y si encima Pity Martínez mezcla una buena gambeta con una mala resolución, el panorama se ensombrece más.
River fue un equipo de dos tiempos. El gol de Pratto -pateó los carteles como descarga por el flojo partido que hasta entonces había jugado- fue la consecuencia de un juego más elaborado, mejor conducido por Quintero que por todos sus compañeros antes de su ingreso. Después, incluso, el equipo recibió un guiño: dos veces tuvo el empate Emelec, en las dos falló clamorosamente. Como si Armani fuese realmente invencible y empequeñeciera a los rivales solo con presentarse. A la vuelta de esa segunda oportunidad perdida, los ecuatorianos tallaron su lápida, decorada por una definición artística de Martínez: vaselina y golazo.
Lo que siguió hasta el final -que pudo haber llegado a ser una goleada si Borré hubiese estado más acertado- fue el regreso a ese primer momento, con pases en secuencia, eligiendo mejor cuándo acelerar y cuándo frenar, dos elementos que deben portar los que saben cómo jugar: otro cantar si el resultado está a favor. Solo el gol de Preciado en el descuento dibujó una mueca: la del arquero sensación, sobre todo, que tuvo que aceptar que se le escurriera la racha de 620 minutos sin recibir goles. Un detalle que no tapa otro: el crítico comienzo de año de River es un mal recuerdo. Dos meses sin perder y la confianza en aumento revivieron en el Monumental sensaciones extraviadas.