Publicado en el suplemento ” Cancha Llena”
Los Palmeras, violencia simbólica y el repudio a Iúdica: lo que River perdió y ganó en una noche
La imagen era familiar: un nene de ¿8? ¿10 años? y su papá, unidos por el sentimiento común que el fútbol es capaz de generar. De pie, a unos metros de la posición de este cronista, saltaban abrazados, asombrándose con el show de luces y colores que hacían tronar la madrugada en el Monumental. Cantaban, también. ¿Una que habían inventado ellos? No. Lo que hacían era seguirle el juego -como la mayoría de los 70 mil hinchas de River presentes- al musicalizador de la fiesta, que bajaba el sonido cuando llegaba el estribillo para que el público delirara.
Entonces, esa musiquita pegadiza de Los Palmeras le daba lugar a un cambio de letra: el “¿Pero que quiere la Chola? / Lo que quiere es que la besen” se transformaba en (que se disculpe la literalidad): “¡Cómo te duele la cola! / ¡Desde el 9 de diciembre!”. El papá y el hijo sonreían, gritaban el nuevo hit dedicado a Boca, a propósito de la final de Madrid de hace un año: el motivo por el que nadie se fue del estadio después de que San Lorenzo le ganara a River. El nene (¿8? ¿10 años?) no podía tomar dimensión de lo nefasto del mensaje: su ídolo cantaba con él. La escena se reproducía en todas las tribunas.
Es mentira que los insultos, agravios y descalificaciones al rival en las canchas son tan viejas como el fútbol. Ahí se amontonan los ejemplos de lo contrario: la vez que, en ese mismo lugar, los hinchas de River aplaudieron la vuelta olímpica de Boca en 1969; el día en que los hinchas y jugadores de Independiente homenajeron en su estadio a Racing, flamante campeón mundial, en 1967; cuando los plateístas de Boca reconocieron a Estudiantes, que acaba de ganarle una final, en 2006… La enumeración podría seguir, pero vale como botón de muestra. Nunca como en la era moderna el disfrute propio estuvo tan ligado al fracaso del otro.
Sin hacer moralina: se entiende y se acepta que la magnitud del triunfo más importante de la historia de River (¡una final de Copa Libertadores contra Boca!) genera tanta felicidad que merece ser celebrado a lo grande. Está en su legítimo derecho y hace bien en vanagloriarse. El punto son las responsabilidades que les caben a los participantes de la fiesta. La primera, la principal, le corresponde al club: anoche, esa secuencia de la canción de Los Palmeras saliendo por los altoparlantes y silenciándose de golpe para que el público cantara lo que cantaba se repitió hasta el cansancio, incluso antes del partido. Lo mismo había ocurrido en jornadas anteriores. Se insiste, por si hiciera falta: repetir una frase que hace culto del sometimiento sexual está exactamente del lado contrario de lo correcto. Bien haría River en repudiarlo, en lugar de animarlo. Son tiempos en los que, gracias a un movimiento feminista avasallante, necesario, bienvenido, ya nada es gratis en materia de violencia sexual, simbólica o real: la institucionalidad tiene que estar por encima de cualquier desborde de los hinchas. Ok, no puede pretenderse que un club asuma la educación integral de un nene de ¿8? ¿10 años? Mucho menos de su padre: pero sí es su obligación condenar una conducta negativa disfrazada de cancionero popular.
Lejos estuvo ese episodio de ser lo central de una fiesta que incluyó mapping (la proyección de imágenes del título rebotaban sobre un lienzo ubicado en todo el perímetro de la cancha), a Gallardo cantando micrófono en mano, a los futbolistas celebrando en el escenario y a un público cautivado por la emoción. También hubo espacio para una contradicción, quizás el mejor soplo de aire fresco posible: muchos de los miles que reversionaban a los Palmeras fueron los mismos que silbaron cada intervención de Mariano Iúdica, uno de los conductores de la fiesta -junto a la periodista Luciana Rubinska-.