Por Horacio Verbitzky en Página 12
Martín Demichelis, quien jugó en el Bayern Munich, puso las cosas en su lugar. Los cantos y bailes con los que varios jugadores del seleccionado alemán celebraron su victoria frente a la
Puerta de Brandemburgo son los usuales entre los equipos de la Fußball-Bundesliga y no tienen connotaciones ofensivas hacia los rivales. Mucho menos, cualquier significado racista. Con su historia tremenda a cuestas, Alemania realizó un trabajo de reflexión autocrítica a fondo, del que mucho aprendió la Argentina a partir de su propia tragedia. Son en ese sentido sociedades emparentadas. Con un jugador negro, de doble nacionalidad germano-ghanesa como Jerome Boateng; dos nacidos en Polonia, como Miroslav Klose y Lukas Podolski; un hijo de albanés de la zona musulmana como Shkodran Mustafi; un hijo de padre tunecino como Sami Khedira y un hijo de turcos como Mesut Özil, el equipo alemán no puede ser sospechado de exclusivismo o segregación. Berlín es la segunda ciudad del mundo en la absorción de inmigrantes, sólo precedida por Nueva York, y la energía de su diversidad se siente en las calles de la capital, pese a los esporádicos actos de vandalismo contra alguna minoría. Mucho más fuertes son la discriminación y el odio racial en Italia, en Francia, en algunas de las ex democracias populares del este europeo o, para no ir más lejos, en Buenos Aires, donde a menudo los árbitros deben detener los partidos por los cantos ofensivos hacia judíos, bolivianos o paraguayos. Caminar erguido o encorvado sólo depende del resultado del partido y no es de buen perdedor dar por esa inocente broma más de lo que vale.