Por Ariel Scher publicado en 11 w sports
Carlos Espejo Pérez sabía hacer del agua una ruta, una fiesta o una gloria. Nadaba como un crack y, a veces, hasta mejor. Por eso ganó carreras en tantísimas piletas, por eso alcanzó en 1947 el récord sudamericano de los 200 metros en estilo pecho y por eso, también por eso, hubo una época argentina en la que muchos chicos se enfundaban convencidos en sus trajes de baño, inflaban los pectorales aún mínimos y se ilusionaban con que sus cuerpos navegaran sin ayuda como el de ese deportista de brillo. Pasaba especialmente en Córdoba, la tierra de origen del gran Espejo Pérez, donde mover los brazos, atrapar el aire o, aunque sea, salpicar hacia los costados igual que un nadador de los buenos representaba una hazaña que le daba sentido a la infancia. No hay un solo registro de cuántos jovencitos se dieron el
gusto de alcanzar alguno de esos objetivos, pero sí se conoce que uno de ellos hizo el intento con un hermano de Espejo Pérez, Luis Juan de Dios, como breve maestro. El pibe portaba doce años, un empecinamiento que le permitiría enfrentar a adversarios mucho más encarnizados que los que habitan en una piscina y, por entonces, saludaba y sonreía cada vez que le decían “Ernestito”. Estaba en el Sierras Hotel, de Alta Gracia, y pocos necesitaban nombrarlo añadiendo su apellido: Guevara. Todavía faltaban décadas, maduraciones, viajes, luchas y revoluciones para que en todas las aguas y en todas las tierras del mundo fuera exactamente el Che.
Tanto se destacó Espejo Pérez que llegó a ser olímpico. Le sucedió en 1948, cuando se convirtió en uno de los 17 nadadores argentinos que surcaron la Empire Pool, uno de los escenarios de unos Juegos que cerraban la brecha sin competiciones que se abrió por la Segunda Guerra Mundial. Terminó en el puesto 19 en aquella aventura, seguro de que no desplegó la más eficiente de sus actuaciones y sin suponer la paradoja que construiría a través de los años la Londres en la que había participado. Curiosa Londres olímpica: en 1948, le dio espacio a los movimientos del hermano de un circunstancial orientador de Ernesto Guevara en las piletas; en 2012, en cambio, el Comité Organizador de los Juegos, en esa misma Londres, dispuso que el rostro de ese chico que fue alumno de natación no apareciera en los lugares en los que se salta, se corre, se nada y se sueña.
Cierto es que, emblema de Cuba y de muchísimas voluntades transformadoras que dan vueltas por el universo, Guevara fue y es notorio por otras cuestiones antes que por el deporte. Espejo Pérez, el nadador campeón cuando el Che se educaba no sólo en nadar, resultó tema de muchísimos artículos periodísticos y hasta arribó a la tapa de la mítica revista El Gráfico en el número 1.436, en 1947: allí, su rostro joven emergía de unas aguas azules y plateadas, con la boca abierta como para apropiarse del oxígeno entero del planeta y con los hombros tensos y perfectos, listos para ir detrás del rumbo correcto. El Che, por contrapartida, fue más cronista deportivo -de su querido rugby, en 1951, en la revista Tackle- que entrevistado deportivo. Sin embargo, también apareció en El Gráfico. Ocurrió en mayo de 1950, al cabo no tanto más tarde que en la edición de la tapa de Espejo Pérez. En el número 1.606 de la publicación -con Adolfo Paraja, futbolista de Quilmes, ocupando la portada-, Guevara era Ernesto Guevara Serna y se lo veía, muy envuelto en ropas, en una publicidad de un motorino (una bicicleta con motor), en la que resaltaba las virtudes técnicas del vehículo con el que vibró durante 4.000 kilómetros sobre la superficie diversa y fascinante de una docena de provincias argentinas. La humanidad está enterada, por medio de biografías pormenorizadas y emocionantes, de que luego vendrían viajes más largos y más decisivos que no saldrían en El Gráfico.
El Che prohibido por las autoridades de Londres 2012 fue asesinado en Bolivia en octubre de 1967, justo cuando el prestigioso politólogo francés Jean Meynaud derrotaba a unos cuantos prejuicios y empezaba a publicar trabajos sobre los lazos entre el deporte y la política, un tema hasta ese momento percibido como menor en el ámbito académico. En esos materiales, que desembocarían en un libro notable, titulado en español como “El deporte y la política. Análisis social de unas relaciones ocultas”, Meynaud recorrió con detalle las lógicas del olimpismo en el que detectó, como en casi cualquier construcción humana, esplendores y esperanzas que siguen conmoviendo y, también, miserias que no paran de doler. Se detuvo, en especial, en un punto al que llamó “el apoliticismo deportivo y sus límites”. Con claridad, tornó evidente que el “apoliticismo” es una toma de posición política y marcó la diferencia entre “el apoliticismo-ilusión” (una especie de ingenuidad desde la que se cree que es posible que una competición transcurra sin que ninguna situación de poder, de potencialidades económicas y de historias culturales gravite en ella) y “el apoliticismo-táctica”, que con frecuencia se enarbola desde sectores de poder: se argumenta que la política y el deporte no tienen que vincularse para, en el fondo, hacer que se vinculen de un determinado modo político.
“El apoliticismo-táctica” se puede comprender evocando dos gestos famosos de la historia olímpica: en los Juegos de 1936, los deportistas alemanes desfilaron en Berlín haciendo el saludo nazi ante Adolfo Hitler y no recibieron ningún castigo del Comité Olímpico Internacional, tal vez porque expresaban lo dominante, una porción de poder que no ponía en cuestión el mundo en el que vivían las élites directivas y ricas del olimpismo; en los Juegos de 1968, al revés, los atletas negros que se subieron al podio de los 200 metros e hicieron el símbolo del Black Power fueron sancionados con dureza, precisamente porque su protesta se oponía a la realidad -no deportiva sino política y social- que los potentados de la conducción olímpica no querían que se moviera.
La imposibilidad de ingresar a los recintos olímpicos con la imagen del Che estampada en las remeras es una definición política tomada bajo el recurrente argumento de “no mezclar la política con el deporte”. Del otro lado, hubo más generosidad: Guevara no se prohibió incluir en su existencia a las imágenes olímpicas. En el libro “Che deportista”, el cubano William Gálvez recogió un testimonio maravilloso de José Arbezu, un funcionario en la embajada de Cuba en Egipto que, unos cuantos lustros después, permanecía asombrado. Es que, de gira por África en 1965, el Che desatendió ciertas recomendaciones de seguridad y salió a la calle con un plan irrompible: se fue al cine a ver un documental sobre los Juegos Olímpicos de Tokio de 1964. Le interesaba más que mucho.
Suena tan burda la proscripción del Che en los Juegos que tienta encontrar una interpretación alternativa. Quién sabe. Los expertos en imaginar grotescos quizás dirán que semejante disposición es atribuible a que su apetito deportivo central fue el rugby, un deporte que recién regresará al programa olímpico, en la versión de siete jugadores, en 2016 y que anduvo distante, como enojado, del símbolo de los cinco anillos entrelazados desde su paso por París en los Juegos de 1924. Y sí, es innegable: Guevara fue menos olímpico que rugbier. No sólo ejerció como redactor de la revista Tackle sino que jugó y jugó, desafiando a los rivales y al asma que le envolvió los bronquios desde la primera niñez. Era un inside aguerrido que, cuando se sentía arrasado por las maldiciones de la respiración, apelaba al inhalador que le alcanzaban desde el costado del campo algunos preadolescentes entre los que, por ejemplo, se contaba el periodista Diego Bonadeo, testigo y narrador de esa experiencia.
Alberto Granado, el extraordinario compañero de itinerarios y de esperanzas del Che, obró en Córdoba como introductor al rugby de ese inside singular al que Bonadeo vio aferrarse a una pelota ovalada sobre suelo bonaerense en equipos como Yporá. “Estudiantes -evocó Granado cada vez que se lo requirieron- era un club desprendido de otro, más antiguo, llamado El Tala. Yo jugaba allí junto con mis hermanos y era el entrenador de la segunda división. En septiembre u octubre de 1942, vino Ernesto y me dijo que quería jugar al rugby. Había un problema. El tenía asma y la gente tenía miedo de que jugara porque varias veces se nos quedó duro en medio del campo. Pero como yo también había sido muy discriminado en el rugby porque era petiso y flaco, le dije ‘te voy a enseñar’. Y él aprendió”.
De cualquier manera, el propósito de los organizadores olímpicos de restringir a Guevara llegó tarde. El Che fue cronista y reportero gráfico de un acontecimiento de la misma órbita en 1955, cuando su circunstancial residencia en México lo puso en el tiempo y en la geografía precisas para cubrir los segundos Juegos Panamericanos. Los ojos atentos para las fotos y los dedos listos para los textos poblaron sus envíos para la Agencia Latina, una empresa que jamás le pagó por su labor. Dos argentinos con futuro de censura olímpica se entrecruzaron en México sin intuir que lo serían: uno, el Che, el de la efigie que no podrá exponerse en las vestimentas de Londres; el otro, Osvaldo Suárez, un excepcional fondista al que Guevara le destinó artículos por el tranco increíble que lo transportó hasta dos medallas doradas, alguien ausente en la convocatoria olímpica de Melbourne, en 1956, a pesar de sus perspectivas de ascender al podio, a causa de las resoluciones marginatorias e indefendibles de la dictadura que la Argentina inauguró en 1955.
El fútbol como identidad argentina y la pertenencia a Central por el nacimiento rosarino, el golf con lecciones cordobesas y los ensayos de tenis, unas búsquedas universitarias de atletismo y una observación cubana del béisbol, el montañismo en los días prerevolucionarios y el hallazgo temprano de los vuelos guiado por un tío. Eso y más que eso constituyó el deporte del Che y, sobre todo, el ajedrez, el juego que lo avisó en 1939 de la existencia de Cuba cuando el campeón José Raúl Capablanca expuso su genio en Buenos Aires, el mismo juego que lo apasionó hasta el final.
En Tucumán, su hogar en la actualidad, Espejo Pérez conserva recuerdos de Guevara. “Mi hermano me contó que el Che tenía un carácter muy fuerte y una gran voluntad de ganar”, dice. De ese carácter, de esa voluntad victoriosa y de algunas otras cuestiones están enterados muchos en el mundo: como símbolo, como protesta, como rostro o como idea, el Che sigue presente. Podrán prohibirlo esta vez en la Londres olímpica y fascinante, pero sólo será un detalle. Nadie borra tan fácil del corazón de la historia a un tenaz aprendiz de natación.