Las publicaciones segùn los “cristales” madrileños y catalanes reflejado por los medios de ambas ciudades.
Por
JUANMA TRUEBA en el diario El. Paîs

A la vida le pasa como al café, nunca sabe tan bien como huele. La cita, incluida en el tratado sobre el cine negro que Garci ha titulado Noir, excluye de la experiencia vital a los Clásicos, esos partidos donde todo es espléndido y la nada también. El Barcelona se apuntó el último episodio de esta disputa eterna (la comenzaron los dinosaurios y

la terminarán los simios con gafas), aunque hay tantas razones para la alegría del ganador como para la indignación del derrotado. Que nadie se inquiete si se lo perdió porque el presente Clásico proseguirá, casi con toda probabilidad, hasta el siguiente.

Pero vayamos por partes y repasemos lo esencial. Después de una primera mitad de absoluta propiedad del Barcelona, premiada con el gol de Neymar, la segunda nos presentó a un Madrid recompuesto y ambicioso. El globo del Barça perdía aire al tiempo que su enemigo se crecía al reconocerse, por fin, delante del espejo. Fue entonces cuando Mascherano derribó a Cristiano dentro del área. Hasta aquí lo evidente y a partir de esta línea lo opinable. A juicio de este cronista, lo de Mascherano fue una carga de la brigada ligera y no una carga autorizada por el reglamento, un empujón hacia el acantilado y en ningún caso un forcejeo por el balón.

Nunca sabremos lo que hubiera ocurrido de tener ojos el árbitro, o de no haber pestañeado en ese instante, o de haber jugado al fútbol de chaval. Cada penalti en el limbo es una vida no vivida, un matrimonio con la primera novia que nos dejó. Lo más probable es que Cristiano hubiera empatado y lo posible es que el Madrid se hubiera llevado algún punto del Camp Nou. Pero eso es ciencia ficción, androides soñando con ovejas eléctricas.

Lo que sucedió realmente fue lo nunca imaginado, especialmente por quien les escribe. En un contragolpe del Barça, en una jugada sin más actores que Alexis y Varane, el chileno resolvió la disputa con un gol maravilloso. El tanto fue tan cruel con el Madrid como con sus críticos más acérrimos, que aún tuvimos tiempo para lanzarle un último reproche, cuando Alexis detuvo su carrera hacia la portería y pareció perder la ventaja inicial. No adivinamos su plan, ni siquiera cuando levantó la cabeza, ni siquiera cuando el balón voló para superar a Diego López. Sólo claudicamos cuando lo superó. Con el balón en la red recordamos el consejo del maestro Araujo: nunca te metas con el delantero, porque antes o después marcará un gol y te lo dedicará a ti. Cuánta razón. Y qué gol, señores. Qué bien dedicado. Ruego no molesten mientras escribo en la pizarra de mi conciencia “usted disculpe, señor Sánchez”. Con un millón de veces bastará.

Prosigamos, ya de rodillas. Y vayamos al principio. Recordemos que antes de rodar el balón nos vimos sorprendidos por una inesperada revolución estratégica: el Madrid jugaría con tres centrales o con Sergio Ramos en el mediocampo. Pronto descubrimos que se trataba de la segunda opción. Y tampoco tardamos en comprobar que la revolución era revoltijo. Ramos partía como un mediocampista con el freno echado; como un tapón, como un central infiltrado. No jugaba como el centrocampista con que soñamos algunos, incansable y llegador.

El experimento sirvió para comprobar que Ramos puede jugar de modo solvente en cualquier posición, pero el movimiento ayudó muy poco al Madrid. Con Sergio concentrado en defensa, ni Khedira ni el evanescente Modric se las arreglaron para sacar el balón jugado. Ahí obtuvo el Barcelona su ventaja en la primera parte. Resucitó Iniesta, se sumó Xavi, participó Cesc y la pelota comenzó a desplazarse con la velocidad de los mejores tiempos. Ante ese torbellino, el Madrid sólo pudo poner una reclamación: manos de Adriano dentro del área que Undiano pasó por alto. Sólo hay algo peor que un árbitro que busca problemas; uno que los rehúye.

Arriba, el equipo de Ancelotti también había cambiado su fisonomía. Cristiano, Bale y Di María formaban la línea más adelantada y, aunque la foto de los tres velocistas era digna de Carros de Fuego, ninguno se sintió cómodo. Bale, disfrazado de nueve, disparó dos veces desde posiciones lejanas, sin mediar preparación; Di María y Cristiano no se activaron hasta que el equipo recuperó el dibujo tradicional.

Tantas novedades nos recordaron los años en que el Barcelona improvisaba un peinado en cada Clásico, el síndrome Romerito y otras extravagancias. La experiencia dicta que las invenciones de última hora aportan poco al inventor y animan mucho al rival, que detecta miedo.

La segunda parte fue otro mundo. Por el cansancio acumulado y por la rectificación madridista. A los diez minutos, Ancelotti dio entrada a Illarramendi por Sergio Ramos, que se marchó con cierto asombro y sin más culpa que una tarjeta amarilla que pudieron ser dos. Poco después, el italiano dio paso a Benzema por Bale. El Madrid, que ya estaba volcado (Cristiano había sacado chispas de los guantes de Valdés en una contra), avanzó aún más metros y arrinconó al Barcelona. Como consecuencia de esa ola, llegó el penalti a Cristiano y un trallazo de Benzema contra el larguero, a un palmo de la escuadra, una esas cosas que redimen a Karim cada cien pecados. Ahí lo tuvo el Madrid y por ahí se le perdió.

Con Messi ausente y escondido en el centro del campo, Alexis respondió con la vaselina que nos perseguirá toda la vida. El choque entró luego en un intercambio de golpes y ataques, de impulsos frenéticos, de ocasiones sucesivas.

Jesé redujo distancias en el minuto 90 para que levantáramos los dedos del teclado, pero no cambió nada, salvo su caché. El Barcelona se aleja seis puntos del Madrid en la Liga y aminora la diferencia en el histórico de Clásicos: 90-88. Dentro de mil años, los simios con gafas verán la continuación de esta batalla e incluirán el gol de Alexis entre los mejores jamás marcados. Este simio, servidor de ustedes, ya lo ha hecho.