El único gol de partido lo hizo Germán Herrera, a los 2 minutos del primer tiempo
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ROSARIO.- El sentido de pertenencia es el latido del corazón. Es la fuerza del sentimiento, de los orígenes, el olor de lo propio. No se trata, solamente, de representar a la camiseta de toda la vida, la que se quiere desde chico: es defenderla con la prepotencia de la esencia. Rosario Central es pueblo. Ni buen fútbol, ni grandes hazañas, ni coraje, ni vueltas olímpicas, más allá de que todo eso lo cobija en su historial. Central es el barro, es la generosidad, el fútbol trabado con la cabeza. Se nutre del calor de Arroyito y de los casi 40 grados a la sombra: así gobierna en el clásico más caliente de nuestro medio. Corazón, pases cortos y una fuerza arrolladora que nace justo ahí: en sus latidos. Con protagonistas que conocen cada espacio de sombra, cada grito de gol. Desde que nacieron, canallas y valientes. El 1 a 0 sobre Newell’s, una formación apagada, vacía, es eso: otro triunfo para extender la paternidad desde las vísceras, cuando el fútbol debe algunas cuentas pendientes.
La camiseta, la bandera y el orgullo. Marco Ruben, por ejemplo. Sin claridad, con pocos espacios, sin la clase de otros tiempos, corre, lucha, se entromete, juega el clásico con la garganta roja. Llora, al final del espectáculo, rodeado de sus compañeros y de algunos hinchas entrometidos. Solloza como un niño: no es la primera vez que gana un clásico y sin embargo, lo siente. Como Paulo Ferrari, interminable. No es el lateral de los viejos tiempos; cuando va, no siempre vuelve. Pero juega con el cuchillo entre los dientes, como la primera vez. Es un valiente en un juego de indiferentes, a los que les da lo mismo si la moneda cae cara o seca. Nació, también, en Arroyito. Como Leonardo Fernández, el entrenador del silencio. Sólo lo conocen en Central: asumió el lugar de Paolo Montero, le arrojó un par de conceptos a un plantel desabrido, dejó a un costado el pizarrón y les habló, les contó, qué significa ser de Central. Es un hombre de los de abajo, a los que nunca les refleja el sol. Ganó los tres partidos que dirigió. Talleres, Boca y Newell’s. Tiene larga vida para 2018, desaliñado, sonriente y campechano: bien de Central.
Germán Herrera es otro veterano, nacido canalla y autor del gol, un cabezazo sutil, casi juvenil. Un gol a los 2 minutos, para aguantar con los dientes apretados y con pasajes de dominio territorial y psicológico. Queda el postre, el fútbol. A Pachi Carrizo le quedó grande la escena de Boca. O no tuvo el suficiente espacio para imponerse, tal vez. Fue, de principio a fin, el faro de la habilidad, la explosión de la categoría. También de la cantera, juega con picardía, corre (sobre todo, por el sector izquierdo) con la ventaja de conocer dónde empieza y termina todo. Alguna vez, César Menotti, otro ícono centralista, se refirió al juego como el de las pequeñas sociedades. Con ellas, se puede volar. De a ratos -solo de a ratos-, Carrizo se encontró con Gil, un volante que juega mucho mejor de lo que él se cree. Sus encuentros fueron brisas en el hervidero.
En el clásico de los corazones desatados, la celebración exagerada y la exaltación de la pequeñez se potencian al límite de las pulsaciones. Cualquier motivo es valedero: una dura infracción (propia o ajena, da igual), un despeje en vuelo hacia la luna, una atajada, una discusión elemental en el área, previa a un tiro de esquina. Un exceso de Tobio ante Brian Sarmiento. Una gambeta, un gol, una pared: sí, también las hermosuras del fútbol. Esa efervescencia de los de afuera, cae en los de adentro, cuando el juego sólo aparece en matices. Entonces, vuelan patadas, rozan las emociones y es todo un barullo de gritos e intolerancia.
Así fue buena parte del espectáculo. Central llevó las riendas, Newell’s lo miró desde el sótano. Defendió entre el nerviosismo del marco -un exceso de pasión- y atacó con latigazos sin destino. Figueroa pareció jugar en el patio trasero de su casa y Brian Sarmiento, provocador y divertido afuera, fue un pichón entristecido adentro. El equipo leproso, sin figuras, con la nostalgia de Maxi Rodríguez y Maxi Scocco, a años luz de entrenadores que lo convirtieron en enorme, queda tendido luego de dos empujones indispensables. Un triunfo en el Monumental y un digno empate contra Racing. Le falta jerarquía en sus nombres, pero sobre todo, capacidad del otro lado del mostrador. La derrota de Newell’s no es futbolera: lo peor está sobre sus escritorios.
El 1 a 0 parece corto. Es lo de menos: para todos, los de adentro y los de afuera, es gigante. Central se va de vacaciones con otro triunfo en la ciudad de la grieta futbolera más grande de la Argentina. Se va, también, con la cabeza en alto, vacío. Dejó hasta el último sudor que le quedaba.