En la revista metasentidos.com.ar el talentoso Ariel Sxher escribió lo siguiente al cumplirse los 50 años de radio del querido Alejandro Apo .. ilustración de Gonzalo Lanzilota

PARA QUE APO LO LEA

Detrás de sus lentes cósmicos, Ray Bradbury parpadea. Y después de parpadear, carraspea. Y después de carraspear, dice:

-Yo escribí «La mujer ilustrada» para que lo leyera Alejandro Apo.

Apo no lo oye. Apo está encendiendo la voz. La voz, claro, siempre, un manjar en los tímpanos esa voz que es sinónimo de la radio. Apo enciende la voz en la radio para pronunciar cuentos o para pronunciar fútbol o para pronunciar historias pequeñas y mayúsculas que provocan un efecto tan extraordinario como necesario: quien recibe a esa voz encendida, más lejos o más cerca, se siente mejor.

Apo no oye a Bradbury, pero el que lo oye es el Negro Fontanarrosa. Y el Negro Fontanarrosa, que tiene encumbrado a Apo en su rosarineidad más cariñosa, contesta:

-Usted no me lo va a creer, míster Bradbury, pero andamos a mano. Se lo confieso: yo escribí «Los heraldos negros» para que lo leyera Apo.

No oye Apo. No oye aunque es un escuchador más que amable y más que generoso de las miles de personas que lo admiran, que lo registran, que lo sienten propio, que lo quieren. Medio siglo haciendo eso Apo. De nuevo: medio siglo haciendo eso Apo. De nuevo: medio siglo haciendo eso. Habría que reiterarlo en cincuenta ocasiones para honrar al medio siglo y para honrar a Apo. Y a eso que hace Apo: encender la voz para que la existencia cotidiana sea más cálida, más rica, más buena, más profunda. Pero no oye ahora, justo ahora, porque, durante ese medio siglo, Apo interpretó en cada día y ejerció en cada día el compromiso de concentrarse en el trabajo y en la pasión. Y hacer esa tarea, encender la voz para que su encendido desate luces y fuegos, exige no distraerse en lo colateral, exige un respeto invulnerable hacia los seres humanos que laten del otro lado de la radio, los seres humanos que completan a Apo porque si algo conoce Apo, entre todo lo que conoce, es que la radio no funciona a causa de un solo lado. Domina como un mandamiento Apo, tal cual le vio a su viejo – a quien rebautiza «el verdadero Apo»- y tal cual lo instruyó el maestro Mario Trucco -a quien reconoce como su «segundo papá»-, que la radio es lo que es porque hay otras y hay otros con quienes se viaja en un itinerario de ida y de vuelta, de vuelta y de ida. Entonces, Apo, que ama las letras de Bradbury y las imaginerías del Negro Fontanarrosa, no los oye en este instante porque, en cada instante del medio siglo que lleva eslabonando oraciones en la radio con la voz encendida, entrega, más que a pleno, el cuerpo grandote, y el paladar afinado y grave, y el silencio, y las pausas, y las ideas a su condición de laburante convencido y entusiasmado. Un laburante convencido y entusiasmado medio siglo antes. Un laburante convencido y entusiasmado medio siglo después.

Pero Caniggia, Claudio, el Pájaro, sí recibe, muy atento, las confidencias de Bradbury y de Fontanarrosa. Y, audaz como cuando aceleraba más que los vientos sobre todos los pastos, suscribe:

-Estoy en la misma, muchachos. Igualito que usted, Bradbury. Igualito que vos, Fontanarrosa. Jugué al fútbol para que un día, en un partido bien mundialista y bastante más que chivo contra Brasil y en Italia, Apo avisara que yo, sí justo yo, una iba a tener. Soltó algo así o más o menos así, Apo, aunque, cuando lo soltó, parecía un milagro o dos milagros juntos. Y tuve una, una que fue gol y ganamos, que era importante. Aunque para mí, se los juro, lo importante era lo mismo que les importaba a tantos jugadores de fútbol como yo: pisar el césped, hacer lo máximo posible y que Apo, en alguna cabina, donde fuera, pronunciara nuestro apellido y hasta asegurara que jugábamos bien.

Sin embargo, Apo, nada. Persiste en otra cosa. Construye radio, desmenuza fútbol, encandila gentes. Medio siglo así. Otra vez, otra vez: convencido y entusiasmado. Así que desparrama una memoria del Feo Labruna en algún rincón futbolero, repone una anécdota bella de Carlitos Bianchi en vaya a saber qué copa, encadena las huellas de los grandes de la radiofonía argentina y cataloga sus sustantivos preferidos, sus entrevistas más gravitantes, sus cadencias para acurrucar al lenguaje y acariciarlo. O no: o lo que despliega Apo es un acontecimiento anterior a su medio siglo de radio pero justificador de su medio siglo de radio. Porque Apo reivindica que la raíz del medio siglo habita en las sobremesas de su familia de origen, en Dorita, su mami, invitando a cada miembro de la tribu a sugerir una buena lectura, en la misma Dorita, siempre mami, educando en el arte de leer para los adentros más hondos y para los afueras más queribles, esos afueras que explican que la existencia es un acto que requiere compartirse del modo en que, con las amistades y con la oyentada, suele compartir Apo.

Apo les detalla a sus audiencias por qué «El corazón delator», de Edgar Allan Poe, es un cuento como ninguno y, de inmediato, como si lo citaran Bradbury, Fontanarrosa y Caniggia, brota Poe y revela que enhebró esa maravilla apenas con el propósito de que, en un día futuro, Apo le pusiera la garganta. Apo les transparenta a esas audiencias que nadie hizo de la radio un instrumento tan sonoro como el peruano Hugo Guerrero Marthineitz y, enseguida, Guerrero Marthineitz carcajea desde alguna parte y trasluce que está enterado de que Apo era el único de los pibes oyentes de su programa «El show del minuto» que entregaba las orejas desde el saludo inicial con «Hola, hola, camarón con cola» hasta la despedida de «Hasta mañana, si Dios y los omnibuses lo permiten». Apo les vuelca a esas mismas audiencias una conversación con Bochini, otra con el Bocha Maschio, otra más con Pedro González y otra y otra y otra, luego de lo cual esos talentos asumen lo lindo de ser futbolistas no olvidados porque todos se ilusionaron con no ser olvidados y Apo los rescata de cualquier vecindad con el olvido.

-Yo también, yo también -afirma, dicción impecable, Víctor Hugo, alguien hermanado con Bradbury, con Fontanarrosa, con Caniggia, con todos los demás. Y se explaya: «Qué formidable ser relator y tener al lado, como analista, a alguien como Alejandro Apo. Seguro que quise relatar para que me ocurriera eso».

Muy metido en la lectura, por ejemplo, de «La música de los domingos», de Liliana Heker, o en la de «Réquiem de Marcial Palma», de Abelardo Castillo, o en la de «Esperándolo a Tito», de Eduardo Sacheri, Apo ni se frena por semejante elogio de semejante relator. A lo sumo, como orgullo de la profesión que tan bien desarrolla, enuncia que el más brillante de los comentaristas que acompañaron a la brillantez de Víctor Hugo fue Néstor Ibarra. Y nada más porque, en este momento, transcurre el entretiempo de un partido cualquiera y Apo disecciona vaivenes, se compenetra en la riqueza inatrapable del fútbol y edifica un parlamento tan poético como barrial en el que quedan sintetizados los sucesos de la cancha, desde luego, con la voz encendida, encendida en la temperatura exacta.

-¿Y yo?

Ese eco faltaba. Faltaba pero ya no. Retumba: Diego

-Eh, Bradbury, Negrito, Cani, Víctor Hugo, yo soy del club de ustedes. No me dejen afuera que me caliento. ¿Saben quién soy yo? Saben, sí que saben: «El inventor de la pelota». Apo me puso esa medalla, Apo lo dijo. ¿Quién no se hubiera vuelto Maradona si le anticipaban que un periodista así, que una voz así, que un tipo así, te iba a llamar de ese modo? Yo jugué por muchos motivos, pero ese que me dio Apo, es enorme. «El inventor de la pelota…» Y después creen que el crack soy yo…

En lo suyo, con un amor por Diego que incluye y excede eso de «El inventor de la pelota», Apo persevera en su labor. Ahora, eternamente ahora. Larga tres consideraciones excelsas sobre Messi, susurra una metáfora para evocar las atajadas del Pato Fillol, introduce su recuerdo para el hallazgo del periodismo deportivo que le representaron los relatos que nunca envejecen de Fioravanti o de Félix de Alcázar. Y, luego, deja correr la voz, la voz invariablemente encendida, que desgrana capítulo a capítulo de «Pedro Páramo», del mexicano Juan Rulfo, o de «La aventura de Miguel Littín clandestino en Chile», del colombiano Gabriel García Márquez. Cuando acaba, en los teléfonos de la radio se articulan los mensajes de ciegos a los que Apo les permite ver un libro, de señores que admiten que Apo los condujo a llorar, de señoras que susurran que Apo las encaminó rumbo a un descubrimiento que ya no podrán extraviar.

Bradbury y Maradona, emocionados, se permitan volar con cada palabra. Y se abrazan. Se abrazan entre ellos y con los otros y con las otras. Y, también, con tanto y con tantísimo oído anónimo que, a través del tiempo, se regaló reflexiones y encantos gracias a esa voz encendida. Apo, la radio. Apo, el fútbol. Apo, un recorrido. Apo, lo que fue. Apo, lo que viene. Apo, que sigue y sigue engalanando al aire y a la Tierra. Como durante medio siglo. Como toda la vida.