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El diario El País de España, con la crudeza de la noticia, desarroll la mamera en que una atleta, sometida en su país, Somalía, por llegar a Europa, murió en el camino.
El sueño de la pista de atletismo murió ahogado en el mar. La somalí Samia Yusuf Omar, que participó con su país en los Juegos Olímpicos de Pekín 2008, ya no corre: según el diario italiano Corriere della Sera, murió al intentar completar un desesperado viaje en cayuco, de Libia a Italia, para dejar atrás Somalia, rota por la guerra, sumida en la

pobreza y para ella llena de muerte.

El día del desfile inaugural de los Juegos de 2008, Samia, entonces con 17 años, apareció abriéndose al mundo con una sonrisa, rodeada del blanco y el azul de su vestido. Era una doble liberación. La de la mujer y la de la atleta. Como mujer, esos pasos dejaban atrás las amenazas de muerte, los empujones, las armas empleadas como argumentos para que dejara de practicar deporte y se cubriera su cuerpo de velocista en medio de la guerra civil que desangraba su país. Como atleta, esos metros del desfile, el mundo entero mirando, representaban la despedida momentánea del conflicto armado, de las carreteras bloqueadas que impedían los entrenamientos, del padre muerto por un proyectil, del pulso diario por conseguir algo que comer vendiendo fruta.

“Los somalíes tradicionales creen que las mujeres que practican deporte o a las que les gusta la música están corruptas”, contaba en 2008 a la BBC, tras protagonizar uno de esos bellos momentos mágicos que distinguen a los Juegos: su llegada entre aplausos (32,16s) a la meta pese a que la ganadora de su serie de los 200 metros lo había hecho en 10 segundos menos. “Por eso he sufrido presión de todas partes. Algunas mañanas, me encuentro con calles bloqueadas por el ejército o por la milicia, lo que me impide entrenarme”, decía.
Nadie notó su ausencia en Londres 2012. Entonces, su compatriota Abdi Bile, oro en los 1.500 metros en los Mundiales de Roma 1987, afirmó que la joven había desaparecido (se desconoce cuándo, pero se cree que fue alrededor de abril) tratando de llegar a Italia para continuar con su carrera deportiva. Antes habría pasado a Etiopía buscando los consejos de Eshetu Tura, antiguo medallista olímpico, y un tartán con mayor consistencia que los campos agujereados de cráteres por los proyectiles asesinos de su Mogadiscio. Desde ahí habría pasado a Sudán y luego a Libia, arriesgándose al secuestro y la muerte con tal de alcanzar el sueño de Italia. “Quiero que me aplaudan por ganar. Lo prefiero a que me aplaudan por que vean que necesito apoyo pese a que me hizo feliz”, dijo Samia tras su experiencia en Pekín.

Había vivido una odisea: de Somalia a Etiopía para seguir por Sudán y Libia
El de la somalí es un caso excepcional en el mundo del deporte y una tragedia desgraciadamente habitual en la vida. En la alta competición, el camino suele ser a la inversa. Antes de llegar a los grandes escenarios, a unos Juegos como los que vieron correr a Samia, llega desde África un niño emigrante. Luego, se forma en su país de destino. Más tarde, nace la estrella. Ahí está el futbolista Antonio Mavuba, que jugó en el Villarreal y al que su madre dio a luz en un cayuco en medio del mar mientras huía de la guerra civil de Angola. Ahí está Abdelaziz Merzougui, campeón de Europa júnior con España tras llegar en patera a Lanzarote, donde le acogió el también atleta de origen marroquí Ayad Lamdassem, uno que “prefiriría morir en patera a vivir en África”.

Samia, tan delgada frente a sus rivales olímpicas, sorprendidas por su falta de músculo, perseguía la leyenda de Mo Farah, somalí de nacimiento y coronado como británico en los 5.000 y los 10.000 metros de Londres 2012. Así, dejó la pista, entró en el agua con Lampedusa como destino y… su nombre quedó apuntado en una lista de náufragos desaparecidos.