Por Pablo Cheb en revista UN CAÑO:
Usted es bueno en su trabajo. Muy bueno. Buenísimo. Todo el mundo se lo dice. Usted lo siente. El medio en que se desempeña se lo reconoce y le paga muy bien por sus servicios. Sin embargo, a usted lo que más le gustaría en el mundo es que lo descubriera Silvia, esa colega que labura en la oficina de al lado, que a usted por alguna razón le gusta muchísimo.
No es que haya pasado demasiado tiempo con Silvia. La conoció hace varios años y siempre le gustó, pero se mantuvieron a distancia por diversas circunstancias. Últimamente se volvieron a encontrar, y es evidente que ella le profesa cierta simpatía, pero lo mantiene bajo sospecha. A Silvia le encantaría estar enamorada de usted, entregada, seducida. Se siente algo en el aire, es innegable. Un sentimiento que parece mutuo.
Entonces usted decide que la va a terminar de conquistar de la manera más antigua: demostrando que es buenísimo en lo que hace. Así, un día, cuando Silvia está cerca, usted se pone a trabajar. Se dispone a brillar. Como siempre, se diría. Pero algo sale mal. Y Silvia presencia su versión más pobre.
Está bien. Será casualidad. No pasa nada. En definitiva, usted sabe lo excelente que es su desempeño, siempre. De hecho, sus compañeros de trabajo han inventado un cantito para cuando hace una genialidad. Le gritan: “Caaaaaaaaaaaaaaaa-pooooo. Caaaaaaaa-pooo”. Celebran su destreza.
Silvia conoce ese canto, y eso la vuelve más curiosa todavía. Se acerca para verlo en acción. Pero usted, bajo su mirada, falla de nuevo. No está muy claro por qué. Usted tiene muchas ganas de dar lo mejor para que ella caiga rendida. Pero algo no sale. Incluso usted arranca luciéndose. Si se traba, ella apela al cantito: “Caaa-pooo”, arroja, pero usted siente que lo dice de otra manera. En lugar de demostrarle idolatría, como hacen sus compañeros, ella le canta para que usted se motive. A veces responde acorde a lo esperado, es cierto. Pero al final hay cierto aire de decepción.
Usted se fastidia. Se fastidia con usted mismo, con sus colegas –que insisten en premiarlo como empleado del mes, jugador del torneo y esas cosas, aunque usted sabe que en realidad esos premios le importan un pomo y no rindió como le hubiera gustado- y se fastidia un poco también con Silvia que, vale decirlo, no es la dama más estable. Parecería estar dividida entre su amor y sus ganas de insultarlo por no querer compartir con ella las virtudes que prodiga alrededor del mundo.
A veces, de hecho, lo insulta. Ella y algunas de sus amigas. Vienen y le dicen: pechofrío, amargo. Nos tenés hartas. Si no podés hacer maravillas, andate. Usted no responde. Recibe la oleada de puteadas en silencio. Incluso, las puede presentir antes de que lleguen. Ya presiente que pueden llegar a venir, como una amenaza sombría, en el momento en que se cruza con Silvia. Entonces usted ya no está tan tranquilo. Cada vez que intenta trabajar frente a Silvia, empieza a sudar. Disfruta menos. Siente que tiene algo que demostrar.
Sus compañeros le dicen que no sea boludo, que se calme, que haga lo de siempre. “No les des bola, Leo, vos sos un crack, ¿cómo te vas a poner mal por lo que diga el histérico impresentable de Farinella?”.
A usted, igualmente, le dan ganas de dejarlo todo. De no hacer más lo que hace. De no volver a ver a sus compañeros. De dedicarse sencillamente a que el mundo lo ame cuando Silvia está lejos. De quedarse en su casa con Antonella y Thiago. De que se vaya a la concha de su madre la Selección, Di María, Mascherano , Farinella, Silvia y sus amigas chismosas.
Sin embargo piensa un poco más. ¿Por qué dejaría de hacer eso que le gusta, si es lo que más le gusta en la vida? ¿Por lo que diga Silvia? ¿Por lo que digan las cogotudas de sus amigas?¿Cómo haría usted para quedarse en su casa, en un sillón, durante la próxima fecha FIFA, si no le gusta que lo saquen ni los últimos cinco minutos cuando su club está ganando por goleada?
Y la verdad, lo que parece más bien es que Messi está un poco aplastado por la presión. El mundo lo ama por hacer muy bien lo que le gusta. Pero cuando lo hace bajo la mirada exigida de un país que lo juzga con ganas de enamorarse, le ocurre algo peor que el ahogo, que la distracción, que el bajo rendimiento: le ocurre la ausencia del disfrute.
Porque lo que él quiere, desesperadamente, ya no es disfrutar con lo que hace. Sino conquistar a Silvia. Pero para ser buenos, incluso si la conquista se dará cuenta de que Silvia es bastante malcogida. Y a lo sumo ella le dirá, superada como siempre: Maradona lo hacía mejor. O más cruel todavía: me hubieras enamorado antes.
No digo que te dé pena. Pena te pueden dar los pibes que esperan un transplante de riñon. Pero a mí, qué sé yo, me dan ganas de abrazarlo.