Un cuento del prestigioso Ariel Scher en 11wsports que compartimos con los lectores de gaolesdemedianoche.com
Los que no entienden, los que no saben, los que creen que vieron todo y en realidad tienen todo por ver proclaman que la mayor dupla de fútbol de la historia la formaron Pelé y Coutinho, o Di Stéfano y Puskas, o Labruna y Loustau, o Pontoni y Martino, o Bertoni y Bochini, o Tucho Méndez y el Maestro Bravo, o Xavi e Iniesta, o Rojitas y quien fuera, o, por supuesto, Maradona y Messi si el tiempo, esa crueldad que siempre se está yendo, no hubiera ejecutado la maldad de hacerlos jugar en épocas distintas. No entienden, no saben y no vieron todo, aunque es cierto que esas parejas a las que reverencian están y estarán entre lo
mejor de los mejor. No entienden, no saben y no vieron todo porque se perdieron a un binomio futbolero que no necesitó ni de los ecos de la prensa ni de las luces de la fama para ser más extraordinario que ninguno. Lo integrábamos mi papá y yo.

Mi papá jugaba de arquero y de 8, de lateral izquierdo y de único goleador, de comentarista y de árbitro, en los partidos en los que el fondo de nuestra casa se convertía en un estadio más mítico que el Maracaná. Lo hacíamos delante de un público insuperable y, además, invariable porque todas las veces lo constituían mi hermanita, mi mamá, un tordo de alas breves que residía adentro y afuera de su jaula según sus ganas y diez plantas asustadas por los pelotazos que viajaban de ida y de vuelta. Cuestiones de genética, de convivencia o de cariño provocaban que yo jugara de lo mismo que mi papá, también de arquero y de 8, también de lateral izquierdo y de único goleador, también de árbitro, desde luego, y no de comentarista pero sí de relator. No era complejo que los dos jugáramos de todo porque, al cabo, nuestros cuerpos eran los únicos que pisaban la cancha. Afirmo, aclaro, enfatizo, que en la cancha había sólo dos cuerpos y no sólo dos futbolistas porque, alternativamente, mi papá y yo éramos los once de Argentinos Juniors versus los once de Platense, los cracks de Brasil del 70 contra los genios de Holanda del 74, los campeones de ese año y los de cada año precedente. Mis relatos lo revelaban: “La lleva Tostao, se la pasa a Clodoaldo, Clodoaldo amaga y se la da a mi papá”. Admito que la efervescencia del relato crecía cuando yo se la quitaba a Tostao, a Clodoaldo o a mi papá y, ni que hablar, cuando ese quite desembocaba en un gol. Mi papá, cambiando su rol de arquero vencido por el de comentarista serio, soltaba un análisis que hubiera enaltecido el aire en la más prestigiosa transmisión radial. Por ejemplo, decía: “Un golazo para un muy buen partido”. Tal vez exageraba con lo de “golazo”, pero no con lo de “un muy buen partido”. Era un “muy buen partido” porque los dos estábamos felices y, como me comentó mi papá en el final de alguno de aquellos enormes desafíos, el fútbol y los partidos valían la pena para que el mundo y las personas tuvieran juegos, momentos compartidos, tristezas que se superan, muchos abrazos y, en especial, felicidad.

Sin dudas que mi papá lo sabía en esos tiempos, pero yo, todavía, no: la felicidad existe pero no es consecutiva. Como tantos, ese es uno de los muchos aprendizajes que le adeudo al fútbol. Hubo una tarde en la que vibraba de felicidad relatando partidos de uno contra uno que eran a la vez de once contra once, ganando o empatando frente a mi papá -perder era el resultado que solía absorber él-, no en el Maracaná del fondo de mi casa, sino en un parque. Transcurría una etapa en la que ni mi papá ni yo nos destacábamos por la potencia de nuestros derechazos: él moderaba movimientos a causa de unos pinchazos en el ciático que le recordaban a cada rato que ser adulto trae algunos dolores orgánicos y de los otros; y yo, más allá de poblar de empecinamiento a mis botines, casi nunca conseguí patear perfecto. Salvo esa tarde. Esa tarde no me hubieran frenado ni Tostao, ni Clodoaldo, ni Brasil del 70 con el auxilio de la Holanda entera del 74. Mis derechazos funcionaban como una sinfonía, acaso como efecto de que mi papá y yo estrenábamos una pelota de marca Invicta tan redonda que a la única profesora de geometría de la zona le hubiera convenido alquilárnosla para sus clases. Los cuatro primeros derechazos los pegué y los relaté con el alma. Mi precisión y la ciática de mi papá los transformaron en un gol atrás de otro. El problema estuvo en el quinto, parecido a los anteriores, irreprochable como los anteriores, gol como los anteriores. Y con una aceleración que hizo rodar a la pelota hasta la calle, como no había sucedido con los anteriores. Quizás porque le interesaba exhibir alguna destreza para la morocha codiciable que lo acompañaba, el chofer del auto azul y ancho que se topó con la Invicta de frente supo zigzaguearla sin un roce. Pero al siguiente conductor ni lo tentaban morochas ni le sobraban reflejos y estampó la rueda delantera izquierda contra mi pelota nuevita. Lloré sin pudores, casi tanto como cuando se murió el primero de mis perros, y después sepulté los restos de la Invicta en el lugar del patio en el que justo están enterrados los perros de mi infancia. Ni cerca andaba yo de advertir que a mi papá el corazón se le partía con el filo de cada una de mis lágrimas, pero igual alcancé a escucharle una explicación que representaba bastante más que un consuelo. Demasiados sueños atropellados desde entonces me hicieron olvidar sus palabras exactas, pero sé que el fútbol y él me empezaron a enseñar ese día que siempre hay maravillas que no se pueden recuperar y que siempre hay maravillas que van a venir. Así ocurrió: binomio imbatible, con sus comentarios y con mis relatos, a la semana estábamos jugando un partido.

Mi papá y yo componíamos la más excelsa dupla de la historia, entre varias razones, porque éramos capaces de encandilarnos con la riqueza de otras sociedades de fútbol. Aplaudimos la sincronía de Willington con Wehbe en Vélez, nos deslumbramos con la hermandad de Poy y de Gramajo en Central, imitamos a Manolo Silva inventando mundos con el paraguayo Acosta en Lanús, definimos fascinantes a los lazos que ataban al Bocha Flores con el primer Verón en Estudiantes, vibramos con el complemento mágico de Marito Zanabria con el Mono Obberti en Newell’s, nos estremecimos con las paredes de Brindisi y Babington para Huracán y, con el andar de los años, coincidimos en que entre Bebeto y Romario, entre Ortega y Gallardo, entre Latorre y Batistuta o entre dos compañeros míos de la escuela secundaria que se entendían sobre el césped con sólo parpadear, germinaba un fruto que olía a alegría. Nos preguntábamos por qué pasaba eso cuando retornábamos de nuestras mil visitas a las tribunas. Y nos tratamos de contestar en cien mil deliberaciones. Al respecto, yo había oído la hipótesis de Don Juan, el vecino que habitaba la casa que limitaba con nuestro Maracaná, alguien que no nos observaba jugar pero quedaba condenado a saturar sus orejas con los relatos y con los comentarios de los partidos que protagonizábamos mi papá y yo. Don Juan era un hombre suave y simple que, en síntesis, sostenía que en la vida y en el fútbol los buenos se juntan con los buenos. Mi papá no descartaba ese punto de vista, pero, en general, prefería otro, con más carga ideológica, aunque cuando me lo detalló, un domingo luego de un 4 a 4 más que intenso en nuestro Maracaná, privilegió secarme el sudor de la cabeza antes que mencionar la palabra “ideológica”. Lo que argumentó mi papá mientras me ayudaba a secarme fue que una persona en soledad puede hacer grandes cosas, pero esa persona y esas cosas pueden ser mucho más grandes si se asocian más personas. Ni uno sólo de los intelectuales esclarecedores o de los nobles militantes que engalanaron mis lecturas o mis horas de las décadas posteriores logró resumirme de un modo tan profundo que la individualidad es sagrada, pero que el individualismo es una porquería. Y en más de un insomnio reconocí que esa es otra lección en la que mi papá y el fútbol merecen todo el crédito.

La persistencia de los pinchazos en el ciático, los vértigos de la cotidianeidad en las ciudades inmensas, la dictadura de las obligaciones, los desencantos de un fútbol profesional repleto de trajines productivos y alguna otra cuestión sentenciaron a que el binomio extraordinario no continuara con sus cátedras deportivas. A mi hermanita y a mi mamá les llegó la oportunidad de elegir otros espectáculos, al tordo no dilucidamos si lo conquistó una canaria de canto atrapante o si ejerció una libertad pendiente pero, por una u otra motivación, se voló con sus alas breves, a las plantas asustadas las derrotó algún invierno y las sustituyeron otras plantas, y a nuestro Maracaná privado le tocó la edad de ser un patio como muchos patios. De todas maneras, cuando conocí el otro Maracaná, el de Río de Janeiro, lo registré fenómeno para que mi papá y yo jugáramos, relatáramos y comentáramos nuestros partidos. Eso no se lo confesé a nadie, pero no me privé de opinar que, aunque brasileños como Pelé y Coutinho o como Bebeto y Romario habían nacido para aproximar sus apellidos en una cancha, seguro en el anonimato había otras parejas de futbolistas aún más brillantes que las de ellos.

Nunca le conté esa experiencia a mi papá. Sin embargo, durante un sábado de hace no mucho, en un solo desplazamiento me ofrendó un mate elaborado con su estilo y la certeza de que sabía lo que yo había murmurado en el Maracaná brasileño. Es difícil que algún testigo se lo haya develado y es más probable que, como en tantas ocasiones, me haya intuido. No sé si debatíamos sobre las características de Campana y de Busico como entretejido memorable en el ataque del Chacarita de los cuarenta o si los comparábamos con Gómez Voglino y con Cano, socios en el Atlanta de comienzos de los setenta, pero, de golpe, en el minuto en el que yo paladeaba el mate inicial, mi papá me largó otra de sus miradas más que de fútbol: “A cierta altura del partido, te das cuenta de que los mejores son todos los que la pasaron bien jugando juntos. Todos somos o podemos ser los mejores si encontramos con quién jugar el juego”. O sea: Pelé y Coutinho, Bebeto y Romario, cualquiera con un padre que le entregue amor en una cancha.

Me lo dijo, con el segundo mate humeando, porque estaba convencido y porque nunca tuvo nada de vedettismo. Eso permite comprender que mi papá, pura ternura a pesar de que lo siga embromando el ciático, disfrute ahora de que en la mejor dupla de la historia ya no figure su nombre y sí permanezca el mío. Los que no entienden, los que no saben y los que creen que vieron todo deberían advertirlo: la integramos el que sea de mis hijos y yo, cada vez que nos unimos con el pretexto de una pelota para reivindicar la dicha de la vida jugando un poquito al fútbol.